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Historia de Codadac y sus hermanos III

El príncipe registró los bolsillos del gigante que seguía tendido en el suelo, y encontró varias llaves.
Abrió la primera puerta y entró en un gran patio, en el que halló ya a la dama, que quiso arrojarse a sus pies para demostrarle su agradecimiento; pero él no lo consintió. Ponderó ella su denuedo y lo sobrepuso al de todos los héroes del mundo. Contestó él a estos cumplimientos, y como le pareció aún más bella de cerca que de lejos, no experimentaba mayor complacencia en verse libre del gran peligro a que había estado expuesto que en haber tributado servicio tan importante a dama tan hermosa. Su conversación fue interrumpida por lamentos y gemidos.

-¿Qué oigo?-exclamó Codadac-. ¿De dónde salen esas voces lastimeras que llegan hasta nosotros?
-Señor –respondió la dama señalándole una puerta baja que daba al patio-, salen de este sitio. Hay ahí muchos desventurados a quienes su estrella ha hecho caer en manos del negro. Están todos aherrojados, y cada día aquel monstruo sacaba a uno para que le sirviese de alimento.
-Me causa un entrañable júbilo –repuso el príncipe- saber que mi victoria rescata la vida de esos desgraciados. Venid señora, venid a participar conmigo de la satisfacción de darles la libertad. Por vos misma podéis juzgar del contento que van a recibir.

A estas palabras se adelantaron hacia la puerta del calabozo. Al paso que se iban acercando distinguían más y más los lamentos de los prisioneros. Codadac se enterneció. Con el afán de poner término a sus penas, introdujo en la cerradura una llave, pero no era aquella; probó otra, y el ruido que produjo hizo creer a aquellos desventurados que era el negro, que según costumbre, iba a llevarles de comer y a sacar a uno de ellos, por lo que redoblaron lamentablemente sus gritos.

Abrió el príncipe la puerta y halló una escalera bastante empinada, por la que bajó a una gran y profunda cuesta que recibía escasa luz por un respiradero y en la que había más de cien hombres atados a unos postes, con las manos ligadas.
-Desgraciados viajeros –les dijo-, pobres víctimas que no esperabais más que una muerte cruel, dad gracias al cielo que os libra hoy por medio de mi esfuerzo. He matado al horrible negro por quien debíais ser devorados, y vengo a romper vuestras cadenas.
Scherezade interrumpió la narración pues ya despuntaba el día.

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