Historia de Codadac y sus hermanos II
El rey se desvivió en agasajos y lo empleó en sus ejércitos. No tardó el joven príncipe en darse a conocer por su valor. Se granjeó el aprecio de los oficiales y fue el asombro de la soldadesca, y como su talento igualaba a su valor el rey le cobró tal aprecio que no tardó en ser su confidente. Todos los días acudían a visitar a Codadac los ministros y demás cortesanos, y ansiaban tanto su amistad como se desentendían de todos los demás hijos del rey. No pudieron éstos verlo sin sentimiento, y se enconaron contra el extranjero. No obstante el rey le amaba cada día más y más, dándole repetidas pruebas de su afecto. Continuamente lo tenía a su lado. Admiraba su talento y sensatez, y para demostrale el grado de confianza que en él tenía, le confirió el mando sobre los demás príncipes, aunque él era de su misma edad; de modo que se convirtió Codadac en ayo de sus hermanos. Esto no hizo más que fomentar el rencor que le tenían.-¡Cómo -decían- el rey no se contenta con preferir a ese advenedizo, sino que nos pone bajo su tutela! Esto no deberíamos tolerarlo. Es menester quitar de en medio al extranjero.
-No tenemos más que cogerle entre todos - decía uno- y que fenezca bajo nuestros golpes.
-No, no -contestaba otro-. No nos conviene asesinarle nosotros mismos. Esto nos haría odiosos a los ojos del rey, quien en castigo nos declararía indignos de sucederle. Podemos perderlo de otro modo. Pidámosle permiso para ir a cazar, y cuando nos hayamos alejado de casa. tomaremos el camino de alguna aldea a donde iremos a pasar unos días. Extrañará al rey nuestra ausencia, y no viéndonos volver perderá la paciencia y quzá mande matar al extranjero. Al menos le desterrará de la corte por habernos dado permiso para alejarnos de palacio.
Todos los príncipes aprobaron este ardid. Se presentaron a Codadac y le pidieron permiso para ir de caza, prometiéndole que volverían el mismo día. El hijo de Piruze cayó en el lazo y les concedió el permiso que deseaban. Partieron; pero no regresaron. Hacía ya tres días que se habían ausentado, cuando el rey, extrañando su ausencia, le preguntó a Codadac:
- ¿Dónde están mis hijos que hace días que no los veo?
-Señor -respondió-, hace ya tres días que han ido de caza. Con todo me habían prometido volver el mismo día.
El rey se mostró impaciente, y su zozobra fue en aumento cuando al día siguiente no comparecieron. No pudo contener su ira, y dijo a Codadac:
- Imprudente extranjero, ¿acaso debías dejar marchar a mis hijos sin haberlos acompañado? ¿Así cumples con el encargo que te hice? Ve a buscarlos inmediatamente y traémelos; de otro modo, cuenta por segura tu muerte.
Estas palabras aterraron al desgraciado hijo de Piruze. Se ciñó sus armas, montó a su caballo y salió de la ciudad como un pastor que ha perdido su rebaño.Buscó a sus hermanos por todas partes, y no pudiendo adquirir noticia alguna, se apesadumbró sin consuelo.
-¡Ah, hermanos míos! -exclamó-.¿Qués os habéis hecho? ¿Habréis caído en poder de los enemigos? Mi venida a la corte de Harrán, ¿no habrá sido más que para causar tan gran sentimiento al rey?
Harran
Inconsolable estaba por haber permitido a los príncipes ir de caza sin haberlos acompañado. Después de haber empleado algunos días en pesquisas infructuosas, llegó a una llanura dilatada, en cuyo centro había un palacio de mármol negro. Se acercó a él y vio en una ventana a una dama de peregrina hermosura, que tenía los cabellos sueltos, los vestidos rasgados y en su rostro retratado su entrañable desconsuelo. Así que vio a Codadac y consideró que podía oírla, le hizo señas para que se detuviese y le dirigió estas palabras:
-¡Oh, joven! Aléjate de este palacio funesto, si no te verás en poder del monstruo que lo habita. Un negro sediento de carne humana que conduce a esta llanura y los encierra en lóbregas mazmorras, donde no los saca sino para devorarlos.
-Señora -respondío Codadac-, decidme quién sois, y de lo demás no os preocupéis.
-Soy una joven de El Cairo de esclarecida alcurnia. Pasaba ayer cerca de este palacio para ir a Bagdad cuando encontré al negro, que mató a todos mis criados y me condujo aquí. Si no tuviera que temer más que a la muerte, ésta no me sería muy sensible; pero por suma desventura, ese monstruo quiere que acceda a sus deseos, y si mañana no me avengo, debo temerlo todo de su brutalidad. Pero aún estáis a tiempo de -añadió-, sálvate; el negro volverá luego. Salió en persecución de algunos viajeros que vio a lo lejos de la llanura. No te queda momemento que perder, y aun no sé si con una pronta huida lograrás evitar no caer en sus manos.
Scherezade interrumpió su narración hasta la noche siguiente.
Apenas hubo pronunciado estas palabras compareció el negro. Era un hombre de estatura gigantesca y de horroroso aspecto. Montaba un fogoso caballo tártaro y tenía una cimitarra tan larga y pesada que tan sólo él podía esgrimirla. El príncipe, cuando lo vio, quedó atónito ante su figura monstruosa, y dirigiendo al cielo una corta plegaria para que le ayudase, desenvainó su alfanje y esperó a pie firme al negro; pero éste, menospreciando a un enemigo tan aparente endeble, le intimó a que se rindiese.
Codadac dio a conocer con sus ademanes que iba a defender su vida, porque, acercándose a él, le malhirió en la rodilla. Sintiéndose el negro malparado, dio un grito horroroso, que resonó en toda la llanura. Furioso y espumeando de rabia, se levantó sobre sus estribos y trató de anodadar a Codadac con su terrible cimitarra. El golpe iba descargado con tal violencia que el príncipe no hubiera necesitado un segundo para morir de no haberlo evitado con suma agilidad y maestría. Entonces, antes de que el negro pudiese asestar otro golpe, Codadac le descargó tan recia cuchillada que le cortó el brazo derecho. La cimitarra cayó al suelo con la mano que la empuñaba, y el negro, cediendo a la violencia del golpe, perdió los estribos e hizo temblar la tierra con su caída. El príncipe saltó del caballo, y arrojándose sobre su enemigo le cortó la cabeza. La dama, que había presenciado aquella lid y que rogaba al cielo por el joven héroes que le causaba tanto asombro, prorrumpió en un grito de alborozo y gritó a Codadac:
- Príncipe, pues la victoria que acabáis de ganar y vuestro ademán aseñorado me dan a entender que no sois de una clase vulgar, dad fin a la obra empezada. El negro tiene en su poder las llaves del castillo; tomadlas y sacadme de este encierro.
Ya amanecía y Scherezade calló.
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