Los almogávares, la leyenda
¿Nunca te has tropezado con un duende?, ¿Ningún diablo cojuelo te ha hecho una de las suyas?, ¿No has escuchado jamás el jolgorio de un aquelarre, con sus brujas bailando y cantando?, ¿No has sido el caballero, que salva a la princesa que se haya cautiva en la torre? ¿No has visto a las bellas moras de los ibones surgir de las aguas? ¿Acaso los reyes de tus bosques no son jabalíes blancos o majestuosos ciervos? Ya… ya sé lo que éstas pensando de mi: “Menudo chiflado, como voy a ver todo eso, si no existe”Ese es nuestro problema, que todo aquello que no vemos o que no queremos ver, lo calificamos de inexistente. Pero hay lugares mágicos, parajes de ensueño, que ni siquiera nuestra imaginación es capaz de crear, en los que si buscamos un poco, podemos encontrar a todos estos seres. Y es aquí, en esos paraísos, donde surgen los legendarios personajes de los que vamos a hablar.
Todo comenzó en un pequeño pueblecito de la Ribagorza, llamado Riguala, en el magnífico Pirineo aragonés. Allí vivía Fortuño de Vizcarra, junto a su querida esposa Gisberta y su adorado hijo…su Martinico del alma. Fortuño era pobre, pero era feliz, porque junto a él tenía a los que más quería. Fortuño pasaba largas y duras jornadas en la montaña con sus perros, cazando animales, que eran el suministro familiar. Pero todo este esfuerzo se veía recompensado cuando volvía a casa, allí Fortuño recibía una recompensa de incalculable valor, y esta no era otra que la sonrisa de su esposa y la cara de admiración de Martinico cuando veía la caza. Pero había algo que inquietaba al bueno de Fortuño. Las gentes comentaban que los moros estaban cada vez más cerca. Se decía que se habían hecho fuertes en Huesca, convirtiendo la catedral de San Pedro en mezquita, y que amenazaban con cruzar la sierra de Guara, asolando todo lo que encontraban a su paso. Sin embargo, nadie pensaba que los moros podían llegar hasta las montañas. Nadie, hasta el año 721, cuando el terrible Ben-Awarre comenzó sus incursiones por tierras ribagorzanas. Inútilmente, los montañeses habían intentado plantarles cara a estas huestes que sembraban el dolor en sus correrías. Se presentaban de repente en nutridas bandadas en cualquier pueblecillo, y cuando de los lugares vecinos querían acudir en su ayuda, ya habían huido los moros, después de haber pasado a cuchillo a todos los hombres, haber incendiado las casas y raptado a mujeres y niños. El factor sorpresa estaba con ellos, y era imposible saber cuál sería la siguiente víctima.
En una tarde de verano por el Tosal del Sil, Fortuño se dispuso a pernoctar en la sierra, tras una atareada cacería. Pero su mirada se quedó congelada repentinamente, al iluminarse a lo lejos el monte, con el fulgor inconfundible de un incendio. No cabía duda: su pueblo, Riguala, estaba ardiendo. Y entre el fuego, seguro, estaban todos luchando a vida o muerte, también su mujer con su hijo.
Sin pensarlo ni un momento echó a correr monte abajo. La ansiedad y el coraje ponían alas en sus pies, que casi ni rozaban los matorrales y pedruscos al correr. A la entrada del pueblo, una algarabía confusa que salía por entre la espesa humareda lo envolvía todo. Gritos de triunfo en lenguas extrañas por un lado, y alaridos de dolor por otro, se clavaban en el alma.
Fortuño llegó a su casa, y allí, en un rincón, encontró abrazados y horrorizados a Gisberta y Martinico. Los cogió apresuradamente y los montó en una mula, y entre gritos y golpes logró abrirse paso entre la morisma y salieron del poblado. Los tres se dirigieron hacia Roda, el pueblo más fuerte y mejor amurallado, en el que además vivían su madre y su hermana.
Pero Roda también había sido saqueada, los pocos que quedaban vivos se apretujaban en la catedral, encogidos y atenazados por el pánico.
Allí dejo Fortuño a su mujer y a su hijo y fue en busca de su madre y su hermana. Buscó habitación por habitación de la casa, y allí encontró el cadáver de su anciana madre, de su hermana no había ni rastro.
Sollozando se llevó el cuerpo del ser querido a la iglesia, pero allí ya no había nadie. Fortuño empezó a buscar a Gisberta y Martinico, casi sin ver por la rabia y llamandolos a gritos.
Inesperadamente, en la oscuridad se tropezó con algo, era un cuerpo, y era el cuerpo de Gisberta, desgarrada y moribunda, que en medio de su agonía decía: “Aparta maldito, que aunque sea mujer, te mataré con tu alfanje por haber estrellado a mi Martinico contra la roca”. Momentos después fallecía en brazos de Fortuño.
Ni una sola lágrima regó el suelo en la noche ya calmada y silenciosa, mientras Fortuño enterraba a lo que más quería. Los puños y los labios le dolían de tanto apretar, y sus ojos, de mirada encendida, compitieron con los millones de estrellas testigos de la tragedia.
Los montañeses son pacíficos y odian la violencia. Sólo cuando alguien se mete con su casa, su familia, su fe, parece despertar en ellos el duro y terrible luchador que se ha curtido en una naturaleza áspera y hostil.
Por las sierras de Sil, de Campanué, de Olsón, corre la fama de un terrible bandolero. Las gentes del lugar murmuran que posee tal fuerza y musculatura, que hasta los osos, reyes de la montaña, temen enfrentarse a él. Dicen que es un cristiano que odia a muerte a los invasores de su patria. Se le atribuyen crueldades sin cuento y los moros lo llaman el almogávar, el salteador de caminos.
Es Fortuño de Vizcarra, al que se van uniendo otros muchos aguerridos montañeses. Aquí comienza la historia de unos legendarios guerreros, la historia del ejército más temido del Mediterráneo…aquí comienza la historia de los almogávares.
Fuente: "Leyendas del Pirineo, para niños y adultos", Rafael Andolz
Artículo escrito por: el colaborador Sergio. Muchas gracias desde aquí.